En el estado brasileño de Minas Gerais, en algún lugar junto
a su capital, Belo Horizonte, hay una fábrica de galletas.
Es Brasil, es 1995, y un joven periodista está disfrutando
del trabajo de su vida. Lleva dos años recorriendo el mundo, entrevistando a gobiernos
enteros y empresarios de todos los pelajes. Cierto que lo que importa de su
trabajo no es la calidad de las historias. Es solo un trabajo, más parecido a
una factoría de textos y anuncios que al periodismo.
La tarea consiste en la producción de suplementos
publicitarios sobre la economía y los negocios de los países que visita. Esos
suplementos, financiados por los mismos empresarios a los que se entrevista, se
publican luego en medios de comunicación de Alemania, Francia o Estados Unidos.
Nuestro joven reportero, un tal Fabián, encuentra a los
empresarios bastante aburridos. Sus relatos están plagados de tópicos y lugares
comunes: que si hay que promover la inversión bajando impuestos, que si hay que
conseguir estabilidad monetaria y bajar los tipos de interés, que sería
deseable flexibilidad en el mercado de trabajo… mensajes que se repiten, con
pequeñas variaciones y alguna
que otra notable excepción, en lugares tan distantes como Polonia,
Bulgaria, Filipinas, La India, Nigeria, Canadá o Brasil.
Pero he aquí que, ocasionalmente, la historia llama a la
puerta del periodista, cuando quizá ni siquiera la esté buscando.
Porque en el estado brasileño de Minas Gerais, en algún
lugar junto a su capital, Belo Horizonte, hay una fábrica de galletas. Y esta
fábrica formaba parte, casi de relleno, del plan de entrevistas de la semana.
Mi compañera de trabajo y yo fuimos a entrevistar a su
fundador y presidente, un hombre del que lo desconocía todo y cuyo nombre hoy,
lamentablemente, tampoco recuerdo.
Nos recibió un señor muy mayor, cercano quizá a los 90 años,
impecablemente vestido con un traje azul, chaleco y reloj de bolsillo. Se
aferraba a nuestros brazos mientras nos conducía por la fábrica, dando pasitos
cortos propios de su edad. Nos enseñaba orgulloso cómo salían los “biscoitos”
por las cadenas de producción y nos invitó también a almorzar en el comedor de
la empresa. Un comedor que él compartía con los empleados a diario, consumiendo
el mismo menú que toda su plantilla. Ese día, quizá por deferencia hacia
nosotros, habían preparado una zona apartada.
Tras la comida comenzó formalmente la entrevista. Mientras
hablaba, jugaba con tres objetos que tenía en la mesa entre sus manos. Pronto
nos hizo saber que no quería hablar de galletas ni de estrategia empresarial,
que para eso tenía un director general. Él quería contarnos su vida y, por
supuesto, me dispuse a escucharle.
Nos relató cómo en su juventud había emigrado desde su
Galicia natal en barco, huyendo del hambre, de las miserias de un país anclado
en glorias pasadas y de una región económicamente atrasada y socialmente inmune
al progreso. Y que le estaría siempre agradecido a Brasil, un país -como otros-
que ofreció a los emigrantes españoles la oportunidad de crear un nuevo futuro.
Mientras relataba sus peripecias, nos iba enseñando sus tesoros.
El primero de los tres objetos era una vieja fotografía en
blanco y negro. Ahí estaba él, de joven, posando con la pala de panadero y
ataviado con un delantal blanco y una boina, frente a la puerta de la primera
panadería en la que había encontrado trabajo al llegar a Brasil. Era una foto
deliciosamente inocente, con el posado forzado de quien está esperando el
fogonazo de una lámpara de magnesio.
El segundo objeto era todavía más curioso. Se trataba de su
primer carné de la Seguridad Social brasileña. Y nos mostraba con orgullo su
número de afiliación. No puedo estar seguro del dato exacto, pero tengo la
certeza de que se encontraba entre los 200 o 300 primeros afiliados al sistema.
Y no pondría la mano en el fuego por ello, pero desde que estoy recordando esta
historia, hay un número que me martillea el cerebro: el 172. ¿Quién sabe?
Podría ser ese.
El tercer tesoro, sin duda, era el más valioso. Se trataba de un billete de 5 pesetas (no 5 euros, ni dólares, ni reales, eran 5 pesetas). Esos billetes desparecieron de la circulación en 1971. Y tras mostrarlo, casi con una reverencia, nos explicó su significado:
Ese era el dinero que le había dado su padre para que
pudiese volver de Brasil si las cosas no le iban bien. Era su más preciado
tesoro.
Había ya bastante carga emocional en la conversación, más
bien monólogo, que yo escuchaba con deleite. Y, la verdad, no me esperaba la
traca final. Me miró a los ojos y, calmadamente me dijo:
- Soy el único empresario en todo el mundo que
puede asegurar que jamás ha firmado un cheque sin fondos. ¿Y sabes por qué
puedo asegurarlo?
- No, ¿por qué? – indagué.
- Porque jamás he firmado un cheque. Legalmente no
puedo hacerlo, porque no sé leer ni escribir.
En el estado brasileño de Minas Gerais, en algún lugar junto
a su capital, Belo Horizonte, sigue existiendo una fábrica de galletas. Un
negocio de millones de dólares levantado por un gallego analfabeto que se ganó
aquel día mi admiración y respeto. No puedo estar seguro, porque la mayor parte
de los detalles se han ido borrando de mi memoria. Pero quizá ese lugar sea el municipio
de Contagem, quizá esa fábrica
sea Aymoré, una empresa que hoy
pertenece al grupo Arcor. Y quizá aquel
gallego sea Severino
Ballesteros Rodrigues. Hay varios datos que encajan y el hombre de la
siguiente imagen se parece mucho a mi recuerdo, pero no puedo estar del todo
seguro.
PD: Por algún motivo, nunca me había animado a escribir esta
historia, que tiene ya casi 25 años. Se la había contado a algunas personas de
mi entorno cercano, pero nunca la había escrito. Quizá porque me resulta muy
íntima, porque esta historia ha sido y es para mí, un pequeño tesoro, tan
valioso como ese billete de 5 pesetas.
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