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Waterloo y Trafalgar , liderazgo en la era napoleónica

El relato que hace Alessandro Barbero en el libro La Batalla: Historia de Waterloo resulta al mismo tiempo atractivo y sobrecogedor. La forma de contar los hechos resulta entretenida, aleccionadora y, por momentos, incluso novelesca. Pero el entretenimiento queda eclipsado cuando uno se pone a reflexionar sobre lo que significaba un combate de esa magnitud en aquella época.

Las batallas de la era napoleónica eran algo cercano a una salvajada. Las posibilidades de morir o quedar permanentemente lisiado eran altas, muy altas. En la Batalla de Waterloo, por ejemplo, en la que lucharon cerca de 200.000 hombres de tres ejércitos en un sólo día en un campo de batalla de cuatro kilómetros de frente por cuatro de profundidad, la cifra de bajas entre los aliados, entre muertos, desaparecidos y heridos superaba los 25.000. En el ejército francés, la cifra se calcula en más de 40.000, aunque es imposible determinarla con precisión. No es posible saber tampoco cuántos de los desaparecidos estaban vivos (de los británicos aproximadamente la mitad volvieron a sus regimientos) ni cuántos de los heridos murieron en los días, semanas y meses posteriores a la batalla, pero no es demasiado aventurado pensar que la cifra total de muertos debió superar con creces los 20.000.

La cifra es brutal y supera la de otros momentos dramáticos de la historia humana como el Desembarco de Normandía. Pero de hecho, si en las batallas napoleónicas no caían más hombres era únicamente por la relativa poca eficacia de las armas de fuego. En los campos de batalla en tierra se combatía en formaciones cerradas (fila, columna o cuadro) en las que lo esencial era que los hombres mantuvieran la disciplina. Si la tropa empezaba a flaquear y sucumbía a un ataque de pánico, la formación se disgregaba, el enemigo se hacía dueño del campo y se producía una escabechina entre las tropas que huían. La caballería, por ejemplo, que era impotente contra un cuadro de infantería bien formado, podía hacer auténticos estragos en un batallón de infantería en desbandada.

Por ese motivo era esencial mantener la formación, incluso cuando se daba orden de retirada (o quizá todavía más en estos casos). Las formaciones cerradas -que se utilizaron, al menos en el ejército francés, hasta la Primera Guerra Mundial, cuando el uso de ametralladoras las convirtió en obsoletas- había que mantenerlas a toda costa.

¿Cómo conseguían los oficiales mantener la disciplina de las tropas? El libro nos ofrece muchas pistas sobre los métodos de liderazgo en una época en la que la brutalidad y la cabellerosidad se repartían a partes iguales en todos los ejércitos europeos.

Sobre la caballerosidad hay anécdotas para aburrir. En el libro se cuenta, por ejemplo, cómo un oficial inglés, con un brazo amputado por una batalla anterior, es atacado por un coracero francés. El oficial muestra la manga vacía de su casaca y el francés frena su caballo, saluda con el sable y se marcha por donde ha venido. También se cuenta cómo algún oficial francés salvó la vida haciendo un saludo masónico, reconocido por oficiales ingleses que lo toman inmediatamente bajo su protección.

Pero los métodos para conseguir la disciplina de las tropas eran variados y abundaban los que se basaban en atemorizar a los propios soldados. En un pasaje del libro se cuenta cómo los oficiales se situaban detrás de las líneas amenanzando con las picas a los soldados que pretendían desertar. Y también se cuenta que la caballería aliada, muy desgastada después de una carga eficaz pero temeraria, sólo sirvió durante gran parte de la batalla para dar confianza a las tropas y, al mismo tiempo, asegurarse de que la infantería propia no salía huyendo. Es decir, que servía más como policía militar que como instrumento bélico.

De todas formas, en esa época de salvajes caballeros los oficiales aspiraban a liderar a sus hombres dando ejemplo de valentía, osadía, gallardía y puesta en escena. Los oficiales de infantería y artillería iban a caballo, aunque eso les convirtiese en blanco perfecto para los tiradores enemigos. Cuando su caballo caía abatido por un disparo, buscaban otro caballo y volvían a montar. También llevaban a gala mostrarse con brillantes uniformes y espectaculares sombreros y acostumbraban a cargar delante de sus tropas (aunque en ocasiones esto era un error, Lord Uxbridge, uno de los lugartenientes de Wellington, se dio cuenta de un pequeño detalle en mitad de la impresionante carga de caballería mencionada en el párrafo anterior: él se tenía que haber quedado en retaguardia, reordenando el uso de las reservas. Pero cuando se dio cuenta ya era tarde y los coraceros franceses acabaron destrozando a la caballería pesada británica).

Esta actitud de arrojo y ejemplo se llevaba al extremo en la marina. En otro libro que he leído recientemente, Trafalgar: biografía de una batalla, de Roy Adkins, puede leerse el siguiente fragmento:

En ambos bandos, los oficiales tenían una actitud paternalista hacia sus hombres y un fuerte sentido del honor y la caballerosidad. Guiaban a sus subalternos desde el frente, ganándose el respeto de sus tripulaciones por el exagerado desdén por su propia seguridad. Mientras que los marineros no tenían ningún escrúpulo en protegerse del modo que fuese de la lluvia letal de proyectiles enemigos, era una cuestión de honor entre los oficiales recorrer orgullosos la cubierta con sus mejores galas y no amedrentarse ante las balas de los mosquetes y de los cañones que rebotaban alrededor. Esta obsesiva adhesión al deber había sido llevada al extremo en la Batalla del Nilo, donde el almirante Brueys, que comandaba la flota francesa, perdió sus dos piernas y fue herido en la cabeza. Lo colocaron sobre un sillón en el alcázar y continuó dando órdenes hasta que una bala de cañón casi lo partió en dos. Aun así insistió en permancer sobre cubierta, pero murió poco después. Unos buques más allá en la línea de batalla francesa, el almirante Dupetit-Thouars primero perdió un brazo, luego el otro, y finalmente una bala le arrancó una pierna. Ordenó a sus hombres que lo colocaran sobre un barril de salvado, y él también siguió comandando el barco hasta el final.

A mí este relato me ha recordado un episodio de una antigua película.



Tras este pequeño inciso, debo decir que el libro de Roy Adkins es también muy recomendable. El relato de la batalla es apasionante y está acompañado de las explicaciones técnicas imprescindibles para hacerse una idea de lo que era la marina a principios del siglo XIX.

Por cierto, que los episodios de caballerosidad también abundaron durante la Batalla de Trafalgar (la última gran batalla de barcos de vela en la historia). Uno de los episodios más curiosos es el de un barco, creo recordar que español, que pierde su bandera en mitad de la batalla, los ingleses lo toman como un signo de rendición y echan un bote al agua con unos oficiales para tomar posesión del barco apresado. Estos oficiales suben al barco en cuestión y, tras los saludos de rigor, son informados de que no hay rendición y que se trata de un error. Vuelven a saludarse con toda ceremonia, embarcan de nuevo en su bote y se dirigen hacia su propio barco sin que nadie intente nada contra ellos. Eran, desde luego, otros tiempos.

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