El joven soldado Paul Baümer ha combatido en el frente occidental durante
toda la guerra. En los cuatro años de contienda, desde 1914 a 1918, ha
evolucionado desde un adolescente bisoño al servicio del Káiser Guillermo II a
todo un veterano capaz de sobrevivir a cualquier peligro. Ha aprendido a
parapetarse en los agujeros creados por el fuego de artillería y a salir
rápidamente de ellos cuando caen proyectiles de gas. Sabe correr con la cabeza
protegida, aguantar las embestidas del hambre, curar las heridas y aconsejar a
los soldados recién incorporados para ayudarlos a cumplir con su deber y, al
mismo tiempo, salvar la vida.
Cuando la contienda está a punto de finalizar, el ya veterano soldado
comete una inexplicable imprudencia. Atraído –creo recordar- por la belleza de
una mariposa (en la doblemente oscarizada versión cinematográfica
de 1930) o por la de un pajarillo (en la versión de 1979),
asoma imprudentemente la cabeza por encima del parapeto y cae víctima de un
francotirador. Pero la muerte de un simple soldado es un hecho irrelevante, por
lo que el parte de guerra del frente Oeste de aquel día no contenía más que una
frase: Sin novedad en el frente.
Sin
novedad en el frente (Im Westen
nichts Neues) es, originalmente, una novela de Erich
Maria Remarque dos veces
llevada al cine con el título All Quiet
on the Western Front. Y lo que siempre me llamó la atención de la historia
es el hecho de que, en medio del horror y la desolación, lo que realmente
conmueve al protagonista (y que desgraciadamente le cuesta la vida) es la búsqueda
de algo bello, de algo que le pueda alegrar el corazón en medio de tan inmensa
desgracia.
Es por este motivo que en esta serie de artículos sobre la pandemia de
Covid-19 me he esforzado por evitar los aspectos más escabrosos como el
recuento diario de bajas o la muy mediocre actitud de buena parte de nuestros
políticos y sus corifeos mediáticos. He evitado también entrar de lleno en los
aspectos más polémicos, como la gestión de la crisis por parte de las
autoridades sanitarias (estatales y autonómicas), las disputas por las competencias
de las diferentes administraciones, las acusaciones mutuas de incompetencia o
el brutal atentado contra las libertades individuales y colectivas que nos
hemos visto obligados a aceptar.
Por algunos otros temas polémicos, como la actuación de la Unión Europea,
he procurado pasar medio de puntillas, como para que no se me note demasiado el
cabreo, y me he centrado en reflexiones personales que a su vez pueden haber
servido a otros para iniciar las suyas propias. Ocasionalmente, he adornado los
artículos con algunos vídeos musicales, siempre buscando ese pequeño aliciente
de belleza que nos puede alegrar un día.
En resumen, he preferido los aplausos a las caceroladas, los conciertos en
los balcones a los abucheos y la emoción del esfuerzo colectivo a las críticas
por la gestión de algunos. Si he conseguido arrancar a alguno una sonrisa,
generar un momento de paz o invitar a una reflexión, me doy por bien servido y
satisfecho.
Iniciar y mantener este diario me ha servido también para reencontrarme con
la pasión por la escritura, una actividad que tenía adormecida por años
dedicados a contenidos no escogidos por mí y excesivamente encorsetados por las
imprescindibles vestimentas de la prosa corporativa.
No sé con qué frecuencia volveré a escribir a partir de ahora. No será a
diario, eso es seguro, pues debo dedicar mis horas de sueño al sueño y mis
esfuerzos a otros menesteres. Pero sí he visto con claridad que cada día me
resultaba quizá un poco más fácil que el anterior el ir hilvanando las ideas y
las palabras, así que estos dos meses han supuesto un notable ejercicio que
seguiré aprovechando en el futuro.
Volveré a escribir, está claro, y llevaré de vez en cuando una nueva
invitación a mis lectores para iniciar una reflexión, o para buscar conjuntamente
un momento de esparcimiento y belleza.
Y ahora sí, por última vez, me despido de todos vosotros sin novedad en el
frente.
Artículos anteriores de la serie:
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