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Diario de un peregrino 4

Etapa 4
Triacastela - Sarria 
Unos 20 km
Sin bajas 

Era ya hora amanecida cuando salí a caminar esta mañana. Al final, ayer no estuve solo en el albergue. A media tarde apareció por allí un irlandés en bicicleta, empapado por la lluvia, que no hablaba nada de español y el inglés más bien lo mascullaba. Ni una consonante acertaba yo a distinguirla de otra.

Charlamos lo que pudimos y, por aquello de no incordiar por la mañana al irlandés durmiente, salí a una hora tardía, después de las 7,30, cuando el sol ya amagaba con asomar.

He descubierto que prefiero no desayunar tan temprano, sino que me sienta muy bien caminar primero un rato, como una hora o asi, y luego comer algo. Así que no me detuve en Triacastela y me puse en marcha, suponiendo que en cualquier localidad del camino encontraría algún ejemplar del máximo exponente de la cultura ibérica: un bar.

Al salir de Triacastela hay dos opciones. La corta, por la localidad de San Xil, que va más alta por el monte y transcurre entre fantásticos bosques llenos de líquenes, helechos y musgos, de donde podría salir un duende o un trasgo en cualquier momento; y la larga, por la localidad de Samos, que tiene la virtud de tener menos pendiente y de pasar por un extraordinario monasterio.

Yo escogí la corta, soñando con tomar el café en San Xil. Pero allí no había bar ni nada parecido. Continué hasta la siguiente localidad, llamada Montán, y allí encontré dos sorpresas.

Bajo un tejadillo había una máquina de vending, que en Google Maps figura con el pomposo nombre de "Bar automático 24 horas". Opté por parar y tomé un café frío (está rico, lo venden como refresco) y una napolitana de chocolate que debió ser preparada durante la Guerra Civil. En todo caso, a pesar de ser una comida fría, aquello me recompuso.

150 metros más adelante estaba la segunda sorpresa. En una casa semi derruida o semi reconstruida, según se mire, habita una comuna de gente alternativa, extranjeros muchos de ellos, que ofrecen de todo: café, pan, mermeladas, naturales, fruta, agua, zumos y hasta huevos cocidos a cambio de un donativo.

Han improvisado una suerte de salón en un jardín semi cubierto con muebles de tercera o cuarta mano y tienen todo decorado con artesanías y carteles de esos de buen rollo ("we all smile in the same language" y frases parecidas). 

Me detuve un rato, por supuesto, y acepté agradecido un café caliente. Por allí estaba un joven peregrino sevillano, hablando animadamente con un peregrino brasileño. Cuando acerté a oír que hablaban de no sé qué de las comunas como alternativa al capitalismo, opté por marcharme, que no estaba yo para discusiones filosóficas profundas.

A estas alturas, en un día muy lluvioso, como ha sido hoy, el agujero de la capucha de mi capa de lluvia era lo bastante grande como para pasar mi cuerpo entero y usarla de falda.

La acabé tirando en un cubo de basura y empecé a pensar que lo que realmente necesito es una de esas chaquetas impermeables con Gore-Tex (transpirables), de buena marca y que valen 400 o 500 euros. Nada que te puedas comprar en una economía de comuna, claro está.

Avanzando la jornada, y entre chaparrón y chaparrón, resultó que yo iba andando parejo con el joven sevillano. Seguimos caminando juntos y hablamos animadamente.

Estaba haciendo el mismo recorrido que yo, de Ponferrada a Santiago, pero en dos días menos. Por lo que llevaba ya dos etapas de más de 35 kilómetros.

Y resultó también que es profesor de economía en un instituto de secundaria, lo cual no me cuadraba mucho con su visión de alternativa al capitalismo. Acabé entendiendo que tampoco tenía una posición anti sistema, sino que solo aspiraba a una sociedad un poco menos frenética, con lo que concuerdo plenamente.

Entre que llovía la mayor parte del tiempo, la charla animada y que no había bar alguno donde hacer una parada, el sevillano y yo nos hicimos los 13 kilómetros desde la comuna hasta Sarria de un tirón. Así, a la una ya había encontrado un albergue.

He aprovechado el margen de tiempo para visitar una oficina de correos y mandar de vuelta a casa alguna cosas que no estoy usando. Los pantalones de lluvia, por ejemplo, que son un engorro para ponérselos y quitárselos y que tampoco transpiran, por lo que acabas empapado igual; la navaja, que no sirve de nada si comes en restaurantes; el saco sábana, pues hay sábanas limpias en todos los albergues; y algunas otras menudencias. En total, he rebajado el peso de la mochila en un kilo, aproximadamente, lo que no está nada mal.

Otra cosa que he descubierto en el camino es que hay gente incapaz de caminar en línea recta. Entre los grupos de coreanos hay uno muy peculiar. Son dos parejas. Los hombres, uno de ellos de avanzada edad y con un parecido asombroso con el señor Miyagui, el de Kárate Kid, son los que llevan las mochilas, mientras que ellas van charlando animadamente y caminando detrás sin llevar peso alguno.

Pero caminan en zig-zag, totalmente absortas y sin considerar lo que pasa a su alrededor, hasta tal punto que resulta difícil adelantarlas. Si no fuera por la barrera idiomática les habría explicado que están haciendo muchos más kilómetros de los necesarios.

Hoy he acabado en un albergue muy bonito, de estilo antiguo. Tienen una tienda en la puerta donde creo que me compraré otra capa de lluvia, porque como mañana amanezca como está atardeciendo hoy, no va a haber forma de llegar con un hueso seco al próximo destino.

Ya os contaré mañana.


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